No solía
despertar en Juan Dolio, al menos no así. Eran las 7 de la noche y mi corazón
corría tan rápido que ya me hablaba de cosas que todavía desconocía. Eran las siete de
la noche porque en la playa el sol era una estrella que iba en descenso y no un
astro que vivía sus días más brillantes, sus días de gloria.
Eran las
siete y cinco de la noche y ya no estábamos juntos. Me tomo esos cinco minutos
para poder darme cuenta que la cama estaba vacía, que había un eco en la
habitación, un eco creado por la soledad de mis pensamientos, por el amargo
sabor de una lengua que al despertar ya no tiene aquella calida piel donde
esconderse.
Eran las
siete y seis de la noche y me faltaba el aire. Por cada segundo que pasaba
moría en una de mis neuronas alguna pista que me llevara al origen de todo
esto. ¿Tendrá origen?
Todavía
eran las siete y seis de la noche, al menos eso decía el vacío en mis ojos. Y
es que con una pared blanca en el frente no se puede deducir nada. No hay una
historia que tenga origen en una pared pintada de blanco, por más colonial que
sea el blanco.
Eran las
siete y siete y mi mente aún no se reconstruía. Eran las siete y siete y mis manos no llegaban
al punto en que me conocían, ya no eran mías. No querían nada que ver conmigo,
algo de ellas se había perdido, algo se habrá ido contigo.
Eran las
siete y nueve de la noche, hora límite para el que quiere recuperar algo de lo
ya perdido en el limbo. Tienes un minuto para nacer, crecer y soñar todo por
completo, hacerte la paja mental de que en varios pestañeos puedes recrear lo
que sólo pasa en un mercadillo de pulgas administrado por el gobierno.
Eran las
siete y diez de la noche, la cual se desnuda y es toda una mujer pintada de mañana. Y es que del snooze
infernal nadie se salva.
Son las
siete y once y en la nevera no hay nada. Sólo jamón y mucho queso, pero sin pan
no valen de nada.
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