4.13.2012

Y el snooze.


No solía despertar en Juan Dolio, al menos no así. Eran las 7 de la noche y mi corazón corría tan rápido que ya me hablaba de cosas que todavía desconocía. Eran las siete de la noche porque en la playa el sol era una estrella que iba en descenso y no un astro que vivía sus días más brillantes, sus días de gloria.

Eran las siete y cinco de la noche y ya no estábamos juntos. Me tomo esos cinco minutos para poder darme cuenta que la cama estaba vacía, que había un eco en la habitación, un eco creado por la soledad de mis pensamientos, por el amargo sabor de una lengua que al despertar ya no tiene aquella calida piel donde esconderse.

Eran las siete y seis de la noche y me faltaba el aire. Por cada segundo que pasaba moría en una de mis neuronas alguna pista que me llevara al origen de todo esto. ¿Tendrá origen?

Todavía eran las siete y seis de la noche, al menos eso decía el vacío en mis ojos. Y es que con una pared blanca en el frente no se puede deducir nada. No hay una historia que tenga origen en una pared pintada de blanco, por más colonial que sea el blanco.

Eran las siete y siete y mi mente aún no se reconstruía.  Eran las siete y siete y mis manos no llegaban al punto en que me conocían, ya no eran mías. No querían nada que ver conmigo, algo de ellas se había perdido, algo se habrá ido contigo.

Eran las siete y nueve de la noche, hora límite para el que quiere recuperar algo de lo ya perdido en el limbo. Tienes un minuto para nacer, crecer y soñar todo por completo, hacerte la paja mental de que en varios pestañeos puedes recrear lo que sólo pasa en un mercadillo de pulgas administrado por el gobierno.
Eran las siete y diez de la noche, la cual se desnuda y es toda una mujer  pintada de mañana. Y es que del snooze infernal nadie se salva.

Son las siete y once y en la nevera no hay nada. Sólo jamón y mucho queso, pero sin pan no valen de nada.

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