Así eran
los besos de Annelle, una de esas enciclopedias que te dan ganas rebuscar en
ellas, con dedos curiosos, con lengua analítica. Mis tardes con ella eran pura
experimentación, la búsqueda incansable
del placer en su cuerpo. Los besos de Annelle tenían sabor a limoncillo fresco,
a esos limoncillos que robaba de niño en casa de Carlita. Tan prohibidos, tan
reguardados por aquella vieja cascarrabias, tan de aventura compartida, de
semilla con pelitos suaves.
Y así era
su cuerpo, y su piel de azúcar parda, suave. Con una textura capaz de guardar
en ella toda su personalidad, rica en raíces, en terminaciones nerviosas.
Tremendo vicio aquel de perderme en la piel de Annelle, tremenda la deuda que
iba creciendo en mi destino.
Lo triste de
mi historia con Annelle es que no recuerdo haberla conocido. No sé si fue un
sábado por la tarde o en la taza de café que compartía con mi soledad en uno de
tantos domingos. No sé fueron mis ojos los que besaron su piel en aquella tarde
de primavera.
Quizás
nuestra historia fueron aquellos minutos en los que la observaba trabajar y
ella ni sabía de mi existencia. Quizás un tanto tal vez la soñé aquella misma
noche y ahora no puedo entender, como se llega a vivir perdido en un cuerpo el
cuál sólo pudiste ver.
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